martes, 25 de septiembre de 2012

Relato: El hombre que quiso ser Bruce Lee y lo consiguió tras soplarse dos botellas de vodka

Abrió los ojos de fuera con la robótica inmediatez de un autómata. Una penumbra azulada por el color de las paredes de la habitación lo envolvió y se sintió seguro, así que con toda serenidad volvió a estirarse en la cama y trató de abrir los ojos de dentro, aunque lamentablemente ahí estaba todo oscuro y no vio nada. Era inquietante, y también doloroso puesto que una aguda jaqueca se había instalado en su cabeza. Por mucho que se esforzaba no recordaba nada, ni de lo ocurrido la noche anterior ni de cualquier otra cosa. Ni siquiera era capaz de explicarse las razones del sofocante ardor de estómago que sufría, el desquiciado mareo que lo desorientaba y la náusea que con insistencia golpeaba educadamente la puerta de su paladar. Estaba amnésico y, en consecuencia, ignoraba que toda aquella sintomatología era en realidad una tremenda resaca provocada por la ingesta en solitario de dos botellas de vodka.
No recordaba ninguno de los conceptos esenciales que adornan nuestro bello mundo: no sabía lo que era un banco, ignoraba qué cosa era una oficina, desconocía los mecanismos inventados con alegre inconsciencia por el hombre para medir el tiempo, no había rastro en su memoria de números de dni, ni de seguridad social, ni de teléfono; sus liberadas neuronas habían enviado a tomar por culo la hipoteca, la existencia de recibos de agua, luz, gas, el fútbol, el golf, el cine y demás gilipolleces... Había olvidado completamente lo que era ser desgraciado con lo cual no sabía que, en ese momento y allí, yaciendo en una cama que sin saber que era una cama le parecía un estupendo sitio para intentar organizar un plan, no lo era.



Tan solo un par de imágenes y un par de sentimientos permanecían apenas esbozados en su memoria. Con un poco de esfuerzo intentó concentrarse en aquellas míseras hebras de pasado hasta que consiguió darles un mínimo de forma.
Vio a un tipo sin cara, vestido con un chándal amarillo con rayas negras, dando de hostias a un montón de gente, a veces con pies y manos y otras con dos palos unidos por una cadena en sus extremos. En otra imprecisa imagen veía una especie de monumento antiguo lleno de arcos y, bajo uno de ellos, a un tío rubio recibiendo una paliza del tipo sin cara de la otra visión. Antes de comprobar por pura casualidad que él no era rubio, al reflejar su rostro en el extraño objeto cilíndrico que había pasado la noche junto a él y que alguien no sometido a las traiciones de la amnesia habría denominado botella de vodka vacía, ya había decidido con complaciente determinación que él, sin duda alguna, era el otro, o sea el tipo sin cara que repartía estopa.
Frente a la cama colgaba de la pared una enorme lámina en la que, ¡oh milagro!, aparecía el tipo sin cara de la visión, que ahora ya estaba decidido que era él mismo, levantando una pierna por encima de su cabeza en plan de patada de ataque. El hecho de que sus rasgos no coincidieran exactamente con los del póster, comprobación realizada gracias a su reciente formación en el manejo de extraños objetos cilíndricos reflectantes llamados Smirnoff, y por otra parte su incapacidad para reproducir con su pierna la pinturera imagen de la lámina, no lo desanimaron sino que lo indujeron a concluir que aquella foto se la debían haber hecho cuando era jovencito. Para mayor satisfacción descubrió que en uno de los extremos de la lámina aparecía un nombre: Bruce Lee, sin lugar a dudas el suyo.
Consiguió también dar forma a las dos únicas reminiscencias de sentimientos que permanecían aletargadas en su memoria. Por un lado concluyó que sentía una cierta aversión respecto de los japoneses, por otro, notó el calor en su corazón producido por la llama de amor incondicional que profesaba a alguna cosa o alguna persona que alguna vez había recibido el nombre de “Maestro”.
En su mente todo cuadró de inmediato, y vio que todo era bueno: era un tipo pequeñito pero peligroso y con un nombre que sonaba de puta madre, con ese “Lee” final con tantas ées que ¿no serían acaso su grito de “ojito que me estáis mosqueando”?
“La respuesta a ese interrogante y a otros muchos”, se dijo, “sólo la puede conocer Maestro”. Por tanto, se vistió, no se duchó, no se cepilló los dientes y no se peinó, cosas todas ellas olvidadas, no desayunó, no cogió las llaves, no cerró la puerta, no saludó a la vecina de enfrente, suceso éste ajeno a la amnesia, no miró su buzón, salió al exterior y mirando la gran bola de fuego de un solo ojo, conocida popularmente como sol, levantó su puño derecho y con gran sentido de la épica gritó: “¡te encontraré Maestro!”.
En la acera de enfrente un perro tipo caniche llamado Grillo se lo quedó mirando mientras meaba en una farola.

Autor: Augusto Serrano.

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