
No recordaba ninguno de los conceptos esenciales
que adornan nuestro bello mundo: no sabía lo que era un banco, ignoraba qué
cosa era una oficina, desconocía los mecanismos inventados con alegre
inconsciencia por el hombre para medir el tiempo, no había rastro en su memoria
de números de dni, ni de seguridad social, ni de teléfono; sus liberadas
neuronas habían enviado a tomar por culo la hipoteca, la existencia de recibos
de agua, luz, gas, el fútbol, el golf, el cine y demás gilipolleces... Había
olvidado completamente lo que era ser desgraciado con lo cual no sabía que, en
ese momento y allí, yaciendo en una cama que sin saber que era una cama le
parecía un estupendo sitio para intentar organizar un plan, no lo era.
Tan solo un par de imágenes y un par de sentimientos permanecían apenas esbozados en su memoria. Con un poco de esfuerzo intentó concentrarse en aquellas míseras hebras de pasado hasta que consiguió darles un mínimo de forma.
Tan solo un par de imágenes y un par de sentimientos permanecían apenas esbozados en su memoria. Con un poco de esfuerzo intentó concentrarse en aquellas míseras hebras de pasado hasta que consiguió darles un mínimo de forma.
Vio a un tipo sin cara, vestido con un chándal
amarillo con rayas negras, dando de hostias a un montón de gente, a veces con
pies y manos y otras con dos palos unidos por una cadena en sus extremos. En
otra imprecisa imagen veía una especie de monumento antiguo lleno de arcos y,
bajo uno de ellos, a un tío rubio recibiendo una paliza del tipo sin cara de la
otra visión. Antes de comprobar por pura casualidad que él no era rubio, al
reflejar su rostro en el extraño objeto cilíndrico que había pasado la noche
junto a él y que alguien no sometido a las traiciones de la amnesia habría
denominado botella de vodka vacía, ya había decidido con complaciente
determinación que él, sin duda alguna, era el otro, o sea el tipo sin cara que
repartía estopa.
Frente a la cama colgaba de la pared una enorme
lámina en la que, ¡oh milagro!, aparecía el tipo sin cara de la visión, que
ahora ya estaba decidido que era él mismo, levantando una pierna por encima de
su cabeza en plan de patada de ataque. El hecho de que sus rasgos no
coincidieran exactamente con los del póster, comprobación realizada gracias a
su reciente formación en el manejo de extraños objetos cilíndricos reflectantes
llamados Smirnoff, y por otra parte
su incapacidad para reproducir con su pierna la pinturera imagen de la lámina,
no lo desanimaron sino que lo indujeron a concluir que aquella foto se la
debían haber hecho cuando era jovencito. Para mayor satisfacción descubrió que
en uno de los extremos de la lámina aparecía un nombre: Bruce Lee, sin lugar a
dudas el suyo.
Consiguió también dar forma a las dos únicas
reminiscencias de sentimientos que permanecían aletargadas en su memoria. Por
un lado concluyó que sentía una cierta aversión respecto de los japoneses, por
otro, notó el calor en su corazón producido por la llama de amor incondicional
que profesaba a alguna cosa o alguna persona que alguna vez había recibido el
nombre de “Maestro”.
En su mente todo cuadró de inmediato, y vio que
todo era bueno: era un tipo pequeñito pero peligroso y con un nombre que sonaba
de puta madre, con ese “Lee” final con tantas ées que ¿no serían acaso su grito
de “ojito que me estáis mosqueando”?
“La respuesta a ese interrogante y a otros
muchos”, se dijo, “sólo la puede conocer Maestro”. Por tanto, se vistió, no se
duchó, no se cepilló los dientes y no se peinó, cosas todas ellas olvidadas, no
desayunó, no cogió las llaves, no cerró la puerta, no saludó a la vecina de
enfrente, suceso éste ajeno a la amnesia, no miró su buzón, salió al exterior y
mirando la gran bola de fuego de un solo ojo, conocida popularmente como sol,
levantó su puño derecho y con gran sentido de la épica gritó: “¡te encontraré
Maestro!”.
En la acera de enfrente un perro tipo caniche
llamado Grillo se lo quedó mirando mientras meaba en una farola.
Autor: Augusto Serrano.
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