miércoles, 26 de septiembre de 2012

Ángel González y la música

En 2005 se publicó "La poesía y sus circunstancias" (Seix Barral), un ensayo literario autobiográfico escrito por Ángel González. En sus páginas, el poeta escribía y reflexionaba tanto sobre su propia obra, como sobre la de escritores tan influyentes como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Gabriel Celaya.
En los párrafos que se transcriben a continuación, Ángel González explica el amor, tristemente no correspondido, que a lo largo de su vida sintió por la música y la compara con la poesía. 
 
"En el principio fue la música, contemporánea de la luz. Cuando el Sumo Hacedor dispuso la batería de focos con los que habría de alumbrar al Universo y dijo “Hágase la luz”, en el mismo instante en que la luz se hizo, la oyó. Según una vieja variante del relato bíblico, declarada herética en tiempos de Prisciliano y anatemizada por los Padres de la Iglesia con tal violencia que nunca más – hasta el día de hoy – se supo de ella, el Creador se sorprendió al escuchar lo que en un primer momento juzgó un ruido atribuible a algún fallo en la mecánica celeste, y temió por su invento. Pero muy pronto, tras un instante de desconcierto que – como todo lo que de Él se trata – pareció durar una eternidad, supo que era la música de las esferas, la melodía que desprendía el cosmos al iniciar el acompasado baile de los astros. Y le gustó; le gustó tanto que, si hemos de creer al falso cronista, subió el volumen de aquella melodía para escucharla mejor mientras proseguía su ingente tarea creativa – ya se sabe que a muchas personas, especialmente a los obreros de la construcción, les gusta trabajar con música.
Así, lo mismo que El Gran Illuminador en el principio de la Creación, yo también advertí la presencia de la música en el principio de mi vida. No se trataba, por supuesto, de la música producida por la maquinaria cósmica, inaudible para los humanos, sino de la emitida por un aparato mucho más modesto: una radio galena que mi padre había comprado a comienzos del siglo pasado. Y, pese a la humildad de aquel artilugio, al oírlo me sentí como Dios: sorprendido y deleitado hasta tal punto que no me resigné a abandonarme pasivamente al encanto de aquel ruido seductor, sino que pretendí hacerlo yo mismo, sentirlo nacer entre mis manos. Y a esa tarea me apliqué durante años con una terquedad tan apasionada como torpe."
"Como resultado de mi empeño logré casi tocarlo con mis dedos en forma de guitarra. Luego los hostigué en figura de violín, y más tarde insistí en flautas, marimbas y teclados. Hubo algunos momentos, pocos pero para mí – no digo que para mis vecinos y allegados – muy felices, en los que llegué a creer que lo había conseguido; pero no. Todo era una ilusión, el resultado de confundir el deseo con la realidad. Andando el tiempo, y ya cerca de la vejez, no tuve más remedio que reconocer el hecho decepcionante: la música había sido en mi vida una presencia evasiva, intangible, una especie de manzana de Tántalo que me provocaba con su proximidad y hurtaba el cuerpo, su transparente cuerpo sin materia, en el instante en que mis manos estaban a punto de tocarla.
Ésa fue, muy brevemente expuesta, la historia de mis relaciones con la música, que es ante todo la historia de una frustración. Quizás de una manera no consciente, mi dedicación a la poesía obedeció tal vez a la intención de hacer con las palabras lo que con sonidos puros me estaba vedado.
Porque, aunque no sean lo mismo, la música y la poesía son fenómenos asimilables en virtud de algunas propiedades compartidas. Las dos son artes que se producen en el tiempo, secuencias sonoras organizadas en períodos y ritmos que sugieren o intensifican movimientos anímicos, estados sentimentales. Lo que ocurre es que el poder de sugerencia de la música es mucho más intenso y rico que el de la poesía. La música está hecha con sonidos puros, incontaminados, sin referencia a ninguna realidad concreta que no sea la de ellos mismos: no hay nada que interfiera su ilimitada capacidad de producir ensueños. La poesía, en cambio, se hace con palabras, y las palabras conllevan inevitablemente ideas o nociones que orientan y limitan sus posibilidades de sugerencia, aunque no las anulan por completo: la poesía nos seduce no sólo por lo que dice sino por también, y en medida muy importante, por lo que expresa irracionalmente su eufonía memorable, que pone la palabra al borde de la música. “La versificación más refinada – dice Tomás Navarro Tomás – es la que con más acierto matiza los efectos del ritmo con los movimientos e insinuaciones emocionales del poema.” Esos efectos de la poesía derivados del ritmo que, hablando en lenguaje figurado, podemos calificar de “musicales”, también se consiguen ocasionalmente por medio de la acumulación de ciertos artificios retóricos: rimas, armonía vocálica, aliteraciones. Pero no debemos olvidar que todo lo que hay en los versos, incluso lo que más los aleja de la lengua usada normalmente, es consustancial a las palabras y a los fonemas que las componen, cuyas funciones significativas nada tienen que ver con las funciones que cumplen las notas musicales. La poesía es un hecho puramente verbal. En consecuencia, habrá que darle la razón a don Miguel de Unamuno: “Algo que no es música es la poesía.”."    

Autor: Ángel González, "La poesía y sus circunstancias".

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