
En los párrafos que se transcriben a continuación, Ángel González explica el amor, tristemente no correspondido, que a lo largo de su vida sintió por la música y la compara con la poesía.
"En el principio fue la música, contemporánea de la luz.
Cuando el Sumo Hacedor dispuso la batería de focos con los que habría de
alumbrar al Universo y dijo “Hágase la luz”, en el mismo instante en que la luz
se hizo, la oyó. Según una vieja variante del relato bíblico, declarada
herética en tiempos de Prisciliano y anatemizada por los Padres de la Iglesia
con tal violencia que nunca más – hasta el día de hoy – se supo de ella, el
Creador se sorprendió al escuchar lo que en un primer momento juzgó un ruido
atribuible a algún fallo en la mecánica celeste, y temió por su invento. Pero
muy pronto, tras un instante de desconcierto que – como todo lo que de Él se
trata – pareció durar una eternidad, supo que era la música de las esferas, la
melodía que desprendía el cosmos al iniciar el acompasado baile de los astros.
Y le gustó; le gustó tanto que, si hemos de creer al falso cronista, subió el
volumen de aquella melodía para escucharla mejor mientras proseguía su ingente
tarea creativa – ya se sabe que a muchas personas, especialmente a los obreros
de la construcción, les gusta trabajar con música.
Así, lo mismo que El Gran Illuminador en el principio de la Creación, yo también advertí la presencia de la música en el principio de mi vida. No se trataba, por supuesto, de la música producida por la maquinaria cósmica, inaudible para los humanos, sino de la emitida por un aparato mucho más modesto: una radio galena que mi padre había comprado a comienzos del siglo pasado. Y, pese a la humildad de aquel artilugio, al oírlo me sentí como Dios: sorprendido y deleitado hasta tal punto que no me resigné a abandonarme pasivamente al encanto de aquel ruido seductor, sino que pretendí hacerlo yo mismo, sentirlo nacer entre mis manos. Y a esa tarea me apliqué durante años con una terquedad tan apasionada como torpe."
Así, lo mismo que El Gran Illuminador en el principio de la Creación, yo también advertí la presencia de la música en el principio de mi vida. No se trataba, por supuesto, de la música producida por la maquinaria cósmica, inaudible para los humanos, sino de la emitida por un aparato mucho más modesto: una radio galena que mi padre había comprado a comienzos del siglo pasado. Y, pese a la humildad de aquel artilugio, al oírlo me sentí como Dios: sorprendido y deleitado hasta tal punto que no me resigné a abandonarme pasivamente al encanto de aquel ruido seductor, sino que pretendí hacerlo yo mismo, sentirlo nacer entre mis manos. Y a esa tarea me apliqué durante años con una terquedad tan apasionada como torpe."
"Como resultado de mi empeño logré casi tocarlo con mis dedos
en forma de guitarra. Luego los hostigué en figura de violín, y más tarde
insistí en flautas, marimbas y teclados. Hubo algunos momentos, pocos pero para
mí – no digo que para mis vecinos y allegados – muy felices, en los que llegué
a creer que lo había conseguido; pero no. Todo era una ilusión, el resultado de
confundir el deseo con la realidad. Andando el tiempo, y ya cerca de la vejez,
no tuve más remedio que reconocer el hecho decepcionante: la música había sido
en mi vida una presencia evasiva, intangible, una especie de manzana de Tántalo
que me provocaba con su proximidad y hurtaba el cuerpo, su transparente cuerpo
sin materia, en el instante en que mis manos estaban a punto de tocarla.
Ésa fue, muy brevemente expuesta, la historia de mis
relaciones con la música, que es ante todo la historia de una frustración.
Quizás de una manera no consciente, mi dedicación a la poesía obedeció tal vez
a la intención de hacer con las palabras lo que con sonidos puros me estaba
vedado.
Porque, aunque no sean lo mismo, la música y la poesía son
fenómenos asimilables en virtud de algunas propiedades compartidas. Las dos
son artes que se producen en el tiempo, secuencias sonoras organizadas en
períodos y ritmos que sugieren o
intensifican movimientos anímicos, estados sentimentales. Lo que ocurre es que
el poder de sugerencia de la música es mucho más intenso y rico que el de la
poesía. La música está hecha con sonidos puros, incontaminados, sin referencia
a ninguna realidad concreta que no sea la de ellos mismos: no hay nada que
interfiera su ilimitada capacidad de producir ensueños. La poesía, en cambio,
se hace con palabras, y las palabras conllevan inevitablemente ideas o nociones
que orientan y limitan sus posibilidades de sugerencia, aunque no las anulan
por completo: la poesía nos seduce no sólo por lo que dice sino por también, y
en medida muy importante, por lo que expresa irracionalmente su eufonía
memorable, que pone la palabra al borde de la música. “La versificación más
refinada – dice Tomás Navarro Tomás – es la que con más acierto matiza los
efectos del ritmo con los movimientos e insinuaciones emocionales del poema.”
Esos efectos de la poesía derivados del ritmo que, hablando en lenguaje
figurado, podemos calificar de “musicales”, también se consiguen ocasionalmente
por medio de la acumulación de ciertos artificios retóricos: rimas, armonía vocálica,
aliteraciones. Pero no debemos olvidar que todo lo que hay en los versos,
incluso lo que más los aleja de la lengua usada normalmente, es consustancial a
las palabras y a los fonemas que las componen, cuyas funciones significativas
nada tienen que ver con las funciones que cumplen las notas musicales. La
poesía es un hecho puramente verbal. En consecuencia, habrá que darle la razón
a don Miguel de Unamuno: “Algo que no es música es la poesía.”."
Autor: Ángel González, "La poesía y sus circunstancias".
Autor: Ángel González, "La poesía y sus circunstancias".
No hay comentarios:
Publicar un comentario